Sucot 5781

1 octubre, 2020

Sucot

El famoso escritor Oscar Wilde, que vivió en Londres y París a finales del siglo XIX, escribió muchas historias,
cuentos y novelas, algunos de ellos para niños.
El nombre de uno de sus cuentos, que recientemente vino a mi memoria es “El gigante egoísta”. Recuerdo esta
historia como una de las primeras historias que leí en mi infancia. ¿Conocen el cuento?
Les resumo el cuento para los que no lo tienen muy presente:
Todas las tardes, después de la escuela, los niños iban a jugar en el jardín del gigante mientras él se encontraba
de viaje. Los niños estaban muy contentos en el jardín, porque en él crecían muchos árboles frutales y flores.
Después de un largo viaje, el gigante regresó a su hogar y descubrió a los niños jugando en su jardín y los echó.
Luego él gigante construyó un muro alto y puso un cartel prohibiendo la entrada a su jardín. Los niños estaban
muy tristes y andaban alrededor del jardín, añorando los días en que habían jugado en él.
Mientras tanto, llegó la primavera y todos los jardines florecieron, menos el jardín del gigante, donde la primavera
se negó a venir y la nieve cubrió todo. El gigante no entendía por qué su jardín no florecía, y por qué en su jardín
era invierno todo el año.
Pasaron los días y una mañana el gigante oyó el canto de los pájaros. ¿Podría haber florecido su jardín? Miró por
la ventana y se dio cuenta de que había llegado la primavera. ¿Cómo fue? ¿Qué pasó? Los niños habían hecho
un agujero en el muro y habían entrado en el jardín. El gigante entendió entonces que, no solamente había sido
muy egoísta, si no qué importante era la presencia de sus vecinos, en este caso, los niños, para tener alegría y
color nuevamente en su vida. Entonces, destruyó el muro y permitió a los niños volver a jugar en su jardín.
La historia continúa, pero, detengámonos, acá por ahora.
La historia cuenta cómo el gigante creía que era la mejor manera de cuidar su casa, su jardín.
El gigante decidió construir un muro alto para evitar así que alguien se acerque a su hogar, o pise el pasto o
le ensucie su casa; y de paso, continuar manteniendo su reputación de gigante fuerte. Todos le temerían al
poderoso gigante. Sin embargo, el precio que pagó por excluir a los otros fue muy alto: un largo y penoso
invierno.
Sin embargo, sólo la presencia de otros permite que la primavera venga y que las flores y los árboles florezcan.
Sólo los niños corriendo en el jardín hacen florecer el jardín del gigante.
El jardín en nuestra historia es nuestra casa, nuestra congregación, y cada uno de nosotros.

Es cierto, al permitir que otras personas entren en nuestras vidas, en nuestro mundo, en nuestra rutina diaria,
corremos el riesgo de perder la privacidad, de no ser capaz de establecer límites claros y precisos, de perder el
control y el poder.
Sin embargo, si cerramos las puertas, si nos cerramos a los demás, si decimos: “no necesito a los de afuera”,
transformamos nuestro hogar, nuestra congregación, y nuestras vidas en un interminable invierno en que nada
puede florecer. El abrirse al “otro”, nos enriquece, nos permite tener distintas miradas sobre un mismo tema,
y por qué no? quizás mejorar la propia mirada. Esa apertura a escuchar al otro y a compartir con el otro nos
permite crecer no sólo como individuos si no en nuestras relaciones en los distintos ámbitos: familiar, laboral,
cultural, social, incluyendo nuestras congregaciones. Reconociendo que no puedo controlar a todos y todo, todo
el tiempo podremos crecer como personas en sociedad, a través de la interacción con los demás.
Si queremos que nuestro jardín florezca, tenemos que ir a buscar a las personas que están esperando allá fuera,
tenemos que ponernos en contacto con ellos. Debemos derribar los muros y construir puentes. Tampoco es
suficiente que otras personas estén allí para nosotros; debemos llegar a ellos. Si quiero que mi jardín florezca,
necesito aprender a perdonar, a ser capaz de ver el lado bueno en los otros, y extender mis brazos en actitud
reconciliadora.
El rabino Levi Itzjac de Berdichev solía invitar a todos a su sucá, sin hacer distinciones, ni considerar el nivel social
o cultural de sus huéspedes. Cuando alguien le cuestionó su actitud, el Rabino respondió: “Cuando en el cielo,
Dios construya una sucá para los justos y piadosos, y la presencia divina, presida la mesa, yo, Leví Itzjak, querré
entrar, y se me preguntara, “¿Cuál es tu mérito para ser contados entre los justos?”, entonces responderé: “Mi
sucá siempre estaba abierta a todo el mundo y nunca hice distinciones.”
La sucá, con sus frágiles paredes y su puerta siempre abierta nos invita a abrir nuestro corazón a los demás. La
sucá nos invita a compartir nuestra comida, nuestro techo, nuestro espíritu.
La fuerza de una congregación no radica en sus paredes, en sus cercas, o en sus ladrillos, sino en su gente, en “sus
recursos humanos”. Sucot nos recuerda que aunque nuestro techo sea frágil, aunque el viento pueda derribar
los muros de nuestra endeble casita, aunque todo sea “vanidad de vanidades,” los puentes que construimos en
las relaciones con los otros pueden durar para siempre.
Que Dios nos bendiga para que podamos prosperar en nuestro jardín.
Rabino Manes Kogan
Centro Judío Hillcrest, New York

El rabino Manes Kogan nació en Buenos Aires, Argentina. Es Licenciado en Psicología
de la Universidad de Buenos Aires y posee una Maestría en Educación Judía de la
Universidad Hebrea de Jerusalén. Recibió su ordenación rabínica en el Seminario Rabínico
Latinoamericano Marshall T. Meyer. El rabino Kogan es miembro rabínico senior del
Instituto Shalom Hartman en Jerusalén. El rabino Kogan sirvió como el líder espiritual de la
congregación Beth Israel Congregation en Roanoke, Virginia. Actualmente es el rabino del
Centro Judío Hillcrest en New York. Vive con su esposa, Silvia, y sus tres hijos, Daniela, Ilan
y Abigail.