Todos somos judíos,

por Mario Diament

 

Las bombas tienen siempre un lenguaje común, no importa de dónde vengan. Son como un monólogo prepotente, un discurso inapelable que termina invariablemente en la palabra muerte.

Las bombas hablan el mismo lenguaje en Belfast y en el País Vasco, en un restaurante parisino y en una calle de Beirut; en un poblado peruano y en una aldea armenia. Cuando estallan, borran la geografía natural e instalan en su lugar una escenografía propia, un decorado angustioso de hierros retorcidos, escombros y sangre.

Mi memoria está repleta de estas postales de horror. Después de todo, nací en 1942, cuando el mundo era una persistente imagen de espanto. Mi generación creció tratando de comprender el sentido de palabras como Auschwitz e Hiroshima, de montañas de cadáveres raquíticos y seres quemados por la radiación, y abracé con desesperación el humanismo tratando de hallar un rayo de cordura entre tanta demencia.

Ser judío en la Argentina no ha sido tarea fácil. No era sencillo adivinar qué cosa nos hacía diferentes del resto de los hijos de inmigrantes en una sociedad que aspiraba a forjar un hombre nuevo del crisol de razas. Pero las diferencias se dibujaban cada tanto, cuando uno comprendía que había gente en la Argentina que creía cumplir alguna misión divina difundiendo el odio hacia los judíos.

A esta altura de la historia, cuando despunta el siglo XXI y el imperio soviético se ha desplomado, cuando en la Argentina hemos visto pasar el infantilismo nacionalista de los Tacuara de la década del cincuenta; el fascismo de los gobiernos militares de la década del sesenta; y la pesadilla horrenda de las cárceles del Proceso en la década del setenta, uno no puede evitar sentir cierta fatiga ante la estupidez irremediable del antisemitismo.

Ya no vale ensayar explicaciones ni invocar textos papales tratando de mitigar el odio de los que odian. No queda paciencia para sonreír resignadamente ante el comentario absurdo o aberrante cargado de prejuicios, ni tolerancia alguna para la gigantesca imbecilidad de los que creen que los judíos son de alguna manera mejores o peores que el resto de la especie.

Los ignorantes deberían alguna vez tener el coraje de asumir su profunda frustración y dejar de llamar aristocracia al resentimiento. Deberían hacer una profesión de fe y admitir en alguna ceremonia no demasiado complicada que se han pasado la vida endilgándole a negros, judíos, provincianos, coreanos o comunistas su propia e irreparable mediocridad. Porque escuchar a esta altura de las cosas a alguien culpar a los judíos como grupo de cualquier satrapía sólo sirve como síntoma de cuán enfermos estamos como sociedad.

Por eso, ayer por la tarde, cuando uno confrontaba las primeras imágenes del atentado a la Embajada de Israel, podía sentir esa mezcla de horror y cansancio que se siente ante todo acto de violencia inútil.

Toda muerte deja invariablemente una lección, pero esta vez admito que la única que me ha sido posible adivinar entre el escalofrío punzante de escombros y dolor, es que tal vez haya llegado por fin el momento en que el antisemitismo deje de ser un problema judío y se convierta en el problema de toda la sociedad argentina.

Ayer, la sangre de judíos y no judíos se mezcló con la misma espantosa gratuidad por efecto de la infamia terrorista. La carne se desgarró en unos y en otros sin detenerse a diferenciar entre los credos. Los heridos, los golpeados, los atrapados en el derrumbe sintieron la misma cuota de terror y pánico.

Ayer no sólo se voló el edificio de la Embajada de Israel. Se voló un pedazo de nuestra ciudad y de nuestra dignidad. Se lastimó y se mató a nuestra gente. Ayer, nos guste o no nos guste, todos fuimos judíos.

 

Publicado el 18 de marzo de 1992 en el diario “El Cronista Comercial”.